viernes, 11 de septiembre de 2009

Terminada la cena, huimos para la ciudad antigua y zas...

Entramos por una de las puertas más famosas: la de Jafa.  Desde esa puerta de la muralla  construida por Solimán el Magnífico (el sultán que quitó Jerusalén al reino cruzado...), sale una calle en la que desembocan las arterias que recorren dos de los cuatro barrios de la vieja Jerusalén: el armenio y el árabe o musulmán.

Estábamos curiosos por una ciudad que aún de noche mantenía su vida. Nos abrimos paso por las callecitas antiguas de un mercado recorrido por muchos turistas primero, y muchos musulmanes después. Descendimos por escaleritas bordeadas de locales desde donde los vendedores literalmente te cazan. Adivinan tu nacionalidad y te invitan en tu lengua materna a entrar en sus mercaditos, para que aproveches el precio especialísimo que como grandes amigos ellos te ofrecen. Venden de todo: quipás judíos, menorah (candelabros de 7 brazos), cruces, turbantes y pañuelos árabes, rosarios, etc. De todo. 
Avanzando por ese mar de sirenas, nos topamos con cientos de musulmanes que salían de su oración del Ramadán. Todos en contramano, por esas calles angostas. Un poco intimidante.
Así, sorteando árabes por los cuatro costados llegamos a una esquina custodiada por soldados armados hasta los dientes. Jóvenes, de no más de 20 años. Nos dejaron pasar, y en cuestión de metros quedaron atrás los Omares, Abdules y Zairas y comenzaron a aparecer Rebecas, Isaacs y Salomones. El paisaje cambió bruscamente, y a la luz de la luna, encontramos un cartel que decía: West Wall Rd. Tomamos ese  pasadizo y ... llegamos. Ahí estaba, iluminado por una luz mágica. con la cúpula de la mezquita de fondo: el muro de los lamentos.
Ese muro, en el que desde el año 70 d.C. todos los hebreos rezan esperando la reconstrucción del templo definitivo. Ese muro, único testigo certero de las muchas visitas de Jesús al gran Templo. Gran lugar de oración, de concentración de toda una fe que surge cada vez más purificada en su estilo y en su fondo. 
Una experiencia impactante. 

Todo lo que podíamos esperar, y más. Allí había piedad. Mucha. Jóvenes, ancianos, judíos rusos, niños, de todo tipo, arropados en sus típicos vestidos, con los quetubim, las filacterias, los kipas, sus sombreros, sus libros de salmos y oraciones, repitiendo orgullosos las plegarias que los acercan a Dios. Bamboleando el cuerpo una y otra vez, porque los músculos también deben alzarse en oración al Señor. Aún de noche, este lugar estaba en plena alabanza, concentrada. Llegamos a la reserva de la identidad creyente, o la identidad sin más, de nuestros hermanos mayores los judios. 

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