viernes, 11 de septiembre de 2009

Somos uno entre muchos...

No es un dato menor: Jerusalén ya no es un reino cruzado. Los cristianos somos la tercera fuerza religiosa, la más débil también.  Muchos nos tienen como el colchón, o el factor de equilibrio. Puede que así sea. Lo cierto, es que la mayoría aplastante romana, acá no tiene nada que hacer. 

Y esto es algo que se siente y se respira. Todo el tiempo.


Una mañana comenzamos el recorrido por la puerta de Damasco, la más comercial y con más belleza arquitectónica, de las que quedan en pié. Territorio musulmán, claro está. Con un gran mercado que al principio atrae y rato nomás cansa y aturde, por la cantidad de gente, de ruidos, por lo violento de los vendedores y sobre todo, por la percepción de que somos extraños y ajenos a una cultura y un modo de ser bien  oriental. 

Así y todo, el encanto se resiste a dejar la ruta. Alfombras y tejidos colgados de las paredes, chaquetas de seda bordadas, traidas de Cachemira, excelentes trabajos en madreperla, antigüedades llamativas, precios convenientes. Música árabe de fondo, a modo de cumbia en la Salada. Pero con más exotismo.

En ese cambalache, avanzamos hacia el museo de la flagelación, y comenzamos el Via Crucis por la Vía Dolorosa, un itinerario marcado por la tradición que tiene siglos. Claro que la vía Dolorosa es la misma calle del mercado o souk, mercado musulmán. En la segunda estación nos atacaron. 

Un árabe medio trastornado vio parar al grupo de 40 turistas delante de su negocio, y en medio de la oración empezó a los gritos exigiendo que entráramos. Cuando el guía le reclamó silencio por la oración,  lo empujó. Me puse en medio de los dos, para ver si mi tamaño zanjaba la cuestión. Y la violencia aumentó. El hombre empezó a gritar: -"Basta"!, varias veces. Escupió al costado, en señal de desprecio. 

Seguimos en medio de ese corso a contramano. Llegamos a una estación marcada, debajo de la cual habían tres chiquitas musulmanas, peleándose a los gritos. No existimos para ellas. Durante toda la estación, miramos azorados como seguían gritándose, insultándose y zamarreándose a 20 cm del guía, sin registrarnos siquiera. Sin un mínimo de silencio y respeto por la piedad del otro.

Podría seguir con el relato, pero no agregaría nada nuevo. Así fue hasta la última estación, dentro del Santo sepulcro, ya entre cristianos. 
Llegar  a Jerusalén desde Roma es fuerte. La Iglesia triunfante, rica y poderosa, cede a la pobre, a la minoritaria, testimonial. A la que es una entre muchos. Una iglesia que sigue siendo mártir, sin reclamar una autoridad que sabe que no tiene. Sirve a la paz, y da testimonio de su razón de ser. Nada más.

Son tiempos distintos, es verdad. Pero resuenan todavía en mi mente las palabras del obispo de Nazareth: la iglesia madre es Jerusalén, no Roma. La originaria, la madre de la madre, es Jerusalén. Creo que vale la pena reconocerse en esta iglesia pobre, y frágil, pero fiel y profundamente radical. No por casualidad es la raíz de todas las otras...

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