miércoles, 16 de septiembre de 2009

Nos visitará el sol que nace de lo alto..

La última parte del viaje consistía en cruzar a Egipto para ascender de noche el monte Sinaí, donde Moisés recibió de Dios mismo en persona, la ley que sellaba a modo de pacto de mutua pertenencia, la alianza entre Yahweh y su pueblo. 
Y hacia allí fuimos. Todo un día de viaje para descender hasta Santa Caterina, el pueblo a los pies de este monte donde unos monjes se refugiaron en el siglo III y fundaron un monasterio todavía activo. Allí pasamos la noche, no durmiendo sino ascendiendo. 
A la 1.30  de la mañana estábamos ya preparados para unas 3.30 hs de ascenso en grupo. La luna llena daba la luz justa para que todo fuera elocuente. Un paisaje imponente, escarpado y de ratos peligroso, solitario. El silencio solo era interrumpido por el "galope" de los camellos que a quienes quisimos, nos llevaron hasta un punto determinado. Episodio aparte (les reservo un post para relatarlo), el ascenso fue religioso. Uno podía entender que semejante alianza nunca revocada tenía que tener un marco también acorde a lo que se sellaba. 
Las alturas de a ratos eran un poco irreverentes. El camino seguro dejaba de serlo, y los camellos cansados caminaban demasiado al borde del precipicio rocoso como para estar tranquilos. Así y todo, fuimos avanzando. Se mezclaban idiomas de todos los rincones. 
Y yo pensaba en esta alianza, que ponía a Dios de mi parte. El Dios que era mucho más grande y majestuoso que ese entorno digno de un film. Tan sólido y eterno como esas montañas. Tan insondable como esas grietas que se perdían y podían perdernos a nosotros, si es que nos soltábamos. Todo muy "decidor". Demasiado. Sentirse nada, y valioso a la vez por ser el "partner" de este generosísimo socio que pacta con quien ya sabe lo traicionará. Eso es fortaleza. 
Llegados a mitad de camino, cuando el sendero se puso más escarpado aún, los camellos frenaron. Hasta ahí llegaban.  El resto sería a pie. Unos 700 escalones del todo irregulares, armados de piedras a veces flojas por los monjes de Sta Caterina.
Tomamos un café en una tienda de beduinos, contándonos algo de lo vivido hasta ese momento. Sobre todo como jinetes improvisados de dromedarios cansados. Pero también había un dejo de recogimiento, que sólo se comunicaba con la mirada. 
Seguimos adelante, con el beduino como guía, todos juntos. Y como en Luján, la gente comenzó a cansarse. Algunos solidarios a detenerse y sostenerlos. Otros seguían. 
Hasta que llegamos al punto de la noche en que el frío y el rocío anticipan el amanecer. 
Allá, en silencio de adoración, encaramados en la cumbre y rodeados de peñones y agujas que salmodiaban con nosotros una alabanza espontánea y asombrada, pudimos ver el salir del sol, paso a paso. En cámara lenta. 
Y elegíamos entonces si mirar los precipicios, o sostener la vista en el sol.  Y salió solo el cántico de Zacarías: "por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven tinieblas y en sombras de muerte". 
No era un simple amanecer mágico de película de Disney. Era una vivencia muy simbólica de la misericordia que que se alza sobre la noche de nuestra necedad. Y su triunfo radiante. 
Nadie hablaba demasiado. No hacía falta. ver videito casero

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