viernes, 11 de septiembre de 2009

Llegada a Jerusalén en pleno Sabbat...

De esto no hay fotos, pero si profundas impresiones. Nos tocó un hotel hebreo, el Regency, en el Monte Scopus, en donde se sitúa la universidad de Jerusalén y el monte de los Olivos.

El dato que fuera hebreo no era menor. En los dinteles de las puertas estaban las mezozah (pequeños rollos de metal que contienen el Shemá Israel, el versículo del Deuteronomio que dice: Escucha Israel, amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas....). Esto lo tienen a modo del agua bendita cristiana, para tenerlo siempre presente y bendecir el día tocándolo al salir y al entrar. Además, habían sinagogas en el mismo hotel, grandes botellones de agua fuera del comedor para hacerse las abluciones, muchas mujeres jóvenes y modernas, con grandes sombreros que ocultaban su pelo. Chiquitos con el quipá, la nuca rapada y los típicos bucles largos que nacen a la altura de la cien. 
Detalles al margen, lo realmente conmovedor fue compartir el restaurant del hotel con muchísimas familias judías conservadoras, que muy piadosas repetían los rituales de la berakah correspondientes al Sabbat:  la bendición de la comida, de la copa de vino, de la cual luego todos toman. Este mismo ritual, un poco más enriquecido, es el que se reza en la haggadah... ni más ni menos que la oración pascual judía que Jesús reinterpretó en la última cena, ofreciéndonos su cuerpo y sangre como memorial del misterio pascual.

Estábamos ante la misma tradición, trasmitida de generación en generación desde tiempos ancestrales, que dió origen a nuestra misa. Eran como pequeñas iglesias domésticas, todas en torno a la palabra. Nuestros abuelos litúrgicos, en plena trasmisión de su tradición que los marca en su identidad. Muy fuerte ver viva y gozosa la fuente de nuestra eucaristía. Si tan solo pudiéramos dar un poco de esta fuerza a nuestras oraciones familiares... las cosas serían realmente distintas. 

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