viernes, 11 de septiembre de 2009

Cafarnaún... y el comienzo de la vida pública.

"Entraron en Cafarnaún, y cuando llegó el sábado, 
Jesús entró en la sinagoga y comenzó a enseñar".
 Mc 1,21.
Mc, el evangelio más antiguo del cual se sirven los demás sinópticos (Mateo y Lucas) para reformular sus versiones propias de la buena noticia, relata que luego de la muerte de Juan Bautista, Jesús se fue a Galilea. Llamó a Pedro, entró en la sinagoga, hizo varios signos en el lugar. Para algunos especialistas, este primer capítulo de Mc es el relato de un día típico de la vida pública de Jesús. Palabras por un lado, signos por el otro. Contacto cercano con la enfermedad, la muerte, la humanidad que se le abría sedienta de su ternura y autoridad. Aquí, donde les muestro.

Pues bien, llegamos nosotros a Galilea. A su maravilloso mar, del cual no cabe dudas que es el mismo que Jesús transitó en barca, "a pie", en el cual se habrá bañado, a cuyas orillas habrá acampado, comido, predicado, rezado, confiado secretos a sus  sus discípulos, y ya resucitado se habrá aparecido a ellos mismos, preparado los peces a la parrilla, etc. 
Y en una de sus orillas, se alza uno de los últimos descubrimientos arqueológicos de gran importancia: Cafarnaún. La casa de Pedro, la sinagoga (que se remonta así tal cual al siglo IV, pero nadie dice que no es en el mismo lugar de la contemporánea de Jesús), la villa. Un puñado de casas, pero de una importancia gigantesca para los creyentes. Esto fue básicamente la Galilea de Jesús. El lugar de su ministerio público, ya que según nos cuenta el mismo evangelio, nadie es profeta en su propia tierra. Léase, en este caso, Nazareth. Tuvo que irse, porque por la excesiva cercanía, nadie escuchaba sus profecías...

Es llamativo constatar: toda Cafarnaún entra en una cancha de futbol. O de rugby. Las casas se disponían de una manera muy similar a lo que en el norte se conoce como las ruinas de los Quilmes.  Piedras amontonadas, dividiendo espacios, con techos de enramadas.  Así de simple. Una vez más: un lindo rancherío. Algunas callecitas internas, algunos capiteles importantes de la sinagoga o de alguna casa rica... Y basta. Eso era  todo.  Enmarcado por el imponente Mar de Galilea, lago de Galilea, Mar de Tiberíades. Siempre el mismo. Calmo, pacífico, majestuoso y sereno. Inspira tanto.  Algo más de vegetación que en Nazareth, y una misma opción por lo reducido, lo periférico, sin estridencias, sin grandes pretensiones. Así comenzó a abrirse un espacio el que luego nos habitaría por completo. 

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