viernes, 11 de septiembre de 2009

Escondidos con Cristo en Dios... (Col ...).

Creo que todo el blog es una gran introducción a este relato que ahora comienzo. Ya en algo anticipado, el martes 4 de septiembre decidimos pasar con Juan la noche entera en oración, dentro del Santo Sepulcro.  Alguien había comentado de la posibilidad, y nos tentó sobremanera.  Solemos perder tanto tiempo en charlas vagas, que un rato de contemplación en el lugar más sagrado parecía una buena inversión. 

Arreglos hechos con brother Greg, el capo de los franciscanos, a las 8.15 pm nos "apersonamos" munidos de almohada, agua y un buen equipo de mate. Nadie sabía muy bien que ibamos a hacer adentro, pero por las dudas... 

Presenciamos el ritual de cierre, que sigue un estricto ceremonial desde el tiempo de la declaración del status quo, hace unos 3 siglos aprox. Llega un representante de cada uno de las confesiones. El  ortodoxo cierra las dos hojas de la puerta. Abre una ventanita. Desde afuera un musulmán le pasa una escalerita por una ventana minúscula. Este la usa para cerrar con llave un candado que bloquea la puerta a dos metros  del suelo.  Por esa misma ventana pasa la llave, y el buen moro se la lleva a su casa hasta las 5 am del día siguiente. Todo cumplido con cierta circunspección.
Al rato, nos liberan y nos dicen: don´t sleep, don´t sing and don´t use candles. Esas eran las reglas. Avanzamos por la basílica, y descubrimos que la recámara con el sepulcro estaba abierta. Preguntamos y nos dieron el ok: pueden estar ahí, DENTRO DEL SEPULCRO, hasta media noche.

No podíamos creerlo. 3 horas para rezar en el lugar de la resurrección. Era demasiado.  Hacia allí  avancé yo, con todo mi cuerpo y mi incredulidad y me quebré. Demasiado fuerte. Primero estallé en llanto, desbordado por el hecho de estar sentado por horas dentro del lugar donde la historia se hace transhistoria. El centro del universo, según nuestra fe. El centro geográfico de la nueva creación, bajo mis brazos.
Besé y toqueteé, acaricié ese mármol como si fuera mi hijo. Al rato, sobrevino el silencio. El cuarto era pequeño, y daba la sensación de estar contenido casi en un útero divino. Las luces tenues y la piedad de Juan ayudaban a concentrarse. No queríamos irnos.
Luego, vino ese párrafo de Colosenses a la mente: estamos muertos, y nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Acurrucados, injertados en una Vida con mayúsculas, regenerados.  Y de a dos. No era un dato menor. Se me cruzó entonces la idea de qué era la amistad, sino esto que estábamos viviendo: habitar la  resurrección junto con otros, y compartirla siempre mirándolo a Él. Sin mucho que decir, sino gozando de la Presencia, en la misma sintonía. 
Juan sugirió leer los relatos de la pasión. Leímos varios. Pero algo sucedió al leer el de Juan, en la parte del diálogo del ángel con las mujeres que van al sepulcro, a ungir el cadáver de Jesús. "No está aquí, ha resucitado. Vean dónde lo han puesto". Ese texto, mil veces escuchado en tantas vigilias y misas... hoy tenía un escenario diverso: el original. Y así fue: miramos donde lo habían puesto. Y descubrimos, con serena sorpresa, que estaba vacío. Que esa presencia resucitada, se manifiesta en ... un hueco y en la nada. Todo lo que humanamente se experimenta de ese misterio nuclear... es un sepulcro deshabitado.
En simultáneo, confluían la experiencia de fe de estar contenidos y rodeados de esa fuerza resucitadora, y la experiencia sensible que se corresponde: el vacío. Sólo dos posibles miradas: o ausencia absoluta, o presencia desbordante. Elegimos la segunda, recibiéndola como don.
Y a partir de allí, no puedo no leer mis vacíos sino como un discreto testimonio de una vida que se hace presente en grado eminente, y por eso desborda. La presencia en la ausencia. El vacío como encuentro de la plenitud más honda. El vacío como condición de la plenitud.
Hubo un quiebre interior, una certeza donada: la de haber sido ganado por la resurrección, de una vez y para siempre.  Una certeza fundante, de esas que vienen dadas. Me conquistó, sin quererlo. Me pudo, y me dejé seducir.
Ese sepulcro caló hondo. Tengo la sospecha que tengo que dejarme impregnar de esa resurrección en todos los planos de mi persona. Mi afectividad, mi racionalidad, mi memoria. Mi cuerpo, mi espíritu. Todo, ganado por la resurrección. Mi inteligencia, mi voluntad, mi manera de reaccionar, de tratar al resto, de mirar las pobrezas ajenas, de todo lo que me involucre de alguna forma. 

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